La avaricia, el poder, el control y la prepotencia. Mirar a los demás por debajo del hombro. Vivir y hacer camino con valores donde todo tiene precio, todo se compra hasta la dignidad e irónicamente, mientras más tienen: más quieren.
Políticos, alcaldes, presidentes, “you name it” como dice el americano, dueños de empresas que manejan sus círculos suscritos a sus propias fantasía de humanidad, creen y han adoptado su verdadera razón de ser: la acumulación de riqueza y el amor al dinero.
Algunos dirán que es enfermizo. Otros que es indispensable. Algunos, que el dinero no hace la felicidad pero hace la infelicidad más divertida, en fin, todo un cúmulo de virtudes y adjetivos de un ente anónimo abstracto que maneja la vida, los quehaceres y el futuro del hombre en este universo que conocemos.
Hay quiénes no se dan un gustito si eso implica un gasto. Tienen mentalmente que equipararlo y sustituirlo de inmediato.
No hacen nada de corazón pero van a misa y se confiesan. Colocan el diezmo en la canastas en una forma que todos los demás feligreses los ven pero cuando se encuentran con el que deambula pidiendo, ese apesta o le sueltan algo —aunque no lo dicen—pensando desde lo más profundo que Papa Dios los ve y que por tanto compran la salvación.
Otros seres humanos se trepan y llegan a donde quieren utilizando la bondad de otros. Cuando están en la cima y miran atrás, pretenden que nada les sobra para que no les pidan ni un centavo.
Cuando ayudan a alguien no hay olvido ni perdón: hay una libreta. Es que en esencia son los mismos usureros de antaño que vivían de la angustia y el dolor de su prójimo.
Ganar mucho no está mal. Lo que está mal es la obsesión y el amor desmedido al dinero.
En momentos cuando la vida se les apaga se vuelven dóciles. Cambian de carácter en cuestión de segundos y si sobreviven esas circunstancias, al otro día regresan a contar sus centavos, a mover su dinero y a controlar su medio ambiente.
Cuando me tocan de cerca esas aptitudes, pienso en las personas que después de tenerlo todo, se sienten vacíos, solos y los he visto también perderlo todo sin motivo y sin sentido.
Su desgracia es que cuando se van de este mundo, se les olvida que no se pueden llevarse consigo su flamante auto, sus mansiones o sus yates.
Esas cosas se quedan aquí.
Esa es la verdadera miseria humana. Pensar que la felicidad está en el dinero. En la acumulación de capital. Calcular que el valor del ser humano se basa en la riqueza.
Que pueden manejar los sentimientos a base de ese control cuando en realidad los que estamos del otro lado percibimos ese menosprecio—no nos engañan—sobre todo cuando nos miran de reojo y viran la cara.
Al final, cuando el tiempo y los años pasan, se dan cuenta que se les ha ido el tren. No tienen las mismas energías y mucho menos el valor y los deseos de enfrentarse.
Se les ha ido la vida en un abrir y cerrar de ojos y sí, tienen mucha plata pero saben en su cuero interno que en el momento de la verdad el dinero no los va a salvar.
Lo tienen todo pero lo más importante se le perdió en el camino.
Tener abundancia es una bendición. Tener el sustento: sí lo es. Pero es el balance, el equilibrio; la genuinidad de ayudar y no burlarse, de entender que los que no están en el mismo plano valen menos y jamás serán como ellos.
En eso tienen razón, jamás seremos como ellos.
Comprender en vez de juzgar, dar sin esperar recibir a cambio y dejar de menospreciar a los que la vida realmente les ha dado demasiado duro.
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