Foto: Mark Cullen / The end of the newly reunited Pink Floyd's set at the Live 8 concert in Hyde Park, London. Flickr |
Cuando pienso en la música no busco el significado literal de la palabra sino todo lo que encierra.
Más que un concepto es definitivamente una filosofía de vida que elegimos.
Difícil de describir su significado, es hasta cierto punto muy íntimo, es como un torpedo, un torbellino que atraviesa el alma y la fibra de la sensibilidad que nos separa del mundo real para adentrarnos en algo que es mucho más profundo.
En innumerables ocasiones me refiero a este término como el alimento del alma.
Una fuerza vital que es capaz de levantar o destruir nuestro espíritu.
De hecho, tenía un buen amigo en los tiempos universitarios que me decía que los Romanos creían y estaban convencidos que la música tenía la capacidad de hacer buena o mala a una persona.
En momentos tiende a ser tan fuerte que estremece cada centímetro de nuestro cuerpo.
A veces escucho personas con esas librerías de música — y no es para criticar — tocan tan solo la superficie. Como cuando caminas por un puente pero no sabes lo que hay debajo. Pasan sin dejar rastro y se diluyen con el tiempo.
Ponen sus canciones sin advertir que esas melodías se convierten en algo pasajero, sin trascendencia alguna. Sin un efecto de cambio. Sin absolutamente nada que cruce los espacios ocultos de la profundidad humana.
Realmente no importa el género. No estoy aquí para criticar a ninguno. No soy un experto en sonido y mucho menos músico. Por ello que mi peritaje es extremadamente limitado en este renglón.
Pero tomo muy en serio mis gustos. Soy en efecto y para ello en extremo selectivo con lo que escucho. Con lo que me gusta y me satisface.
Escuchar no es tan simple. Es entender. Comprender que detrás de todo ese grupo de personas hay algo que es mucho más grande que sus instrumentos y su genialidad.
Para ello, tal vez tendríamos que entrar en lo que compone a un artista y eso es demasiado para unas simples palabras como las mías.
Así de simples, así de profundas y penetrantes.
Recuerdo cuando escuché por primera vez a Pink Floyd. Tenía 13 años.
Una música que me arropaba dentro de ese mundo astral y alucinante, cuya lírica existencial, profunda y perversa fluía en mi interior sin entender los cuestionamientos humanos del Ser en esa edad.
Años después comprendía perfectamente “Wish you where here”, comprendía además la locura, el borde surreal que tienta nuestro subconsciente y que tenebrosamente desconocemos.
Con el tiempo y con plena conciencia como diría Alberto Cortés llegué a entender que esa canción era un tributo, un pequeño pero inconmensurable tributo a un genio que desapareció de los escenarios; Syd Barrett, sin advertir sus amigos de la banda que tocaba ya de lleno el pleno de una enfermedad mental catastrófica.
La nostalgia y la pérdida, dos compuestos que cuando estallan en el interior hacen temblar el alma.
Encontraba el Muro (The Wall) y el Lado Oscuro de la Luna (Dark Side of the Moon) de Pink Floyd y me adentraba como artista a una ilusión pictórica que intentaba representar pero que en esencia era extremadamente dolorosa.
A través de los años he ido poco a poco superando esa inercia catatónica que muchas veces me impide coger un lápiz de dibujo.
He tratado varios intentos, ya no para que el mundo a mi alrededor los contemple. Son intentos míos, que los he disfrutado y me he vivido el proceso.
De modo que la música es un ingrediente esencial, es una vereda, un sueño que se traduce en otra dimensión humana.
Una que camina por esos recónditos reductos del alma como diría Ernesto Sábato en sus ensayos.
Aunque esta reflexión es como un pensamiento, una idea, un modo de expresión sin evidencia tangible, les puedo decir, sobre todo a mi edad que sigo teniendo esos lapsos que en mi adolescencia disfruté tanto cuando la aguja tocaba el disco de vinil Lp de Pink Floyd y me colocaba justamente con ese sentimiento que aun no se separa de mí.
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