El silencio a veces es abrumador y aturde nuestras emociones.
En algunas instancias es cómplice y se esconde con miedo dentro de un manto de culpabilidad.
El silencio trae consigo la experiencia del alma. La noción aterradora de la vida y cómo esta se va apagando poco a poco.
Así, poco a poco se le apagó la vida a mi mamá.
En la conciencia, el silencio se transforma en las voces más inquisitivas cuando estas deambulan como diría Ernesto Sábato dentro de los “recónditos reductos” del espíritu.
Esa parte clandestina de nosotros que se encuentra en las áreas más profundas de nuestro ser.
Son aquellas áreas que poseen las preguntas sin respuestas más dolorosas.
Aun cuan dolorosas puedan ser, no hay otra forma de encontrar la verdad.
Esa verdad que dejó de ser material porque le pertenece al alma. A su contenido y lo que representa.
Enfrentarnos a ella requiere algo más que valentía.
Requiere dejar el orgullo, la arrogancia, el egoísmo y la prepotencia para escuchar detenidamente ese mundo subterráneo que vive latente y en silencio bajo las estrictas medidas de nuestro ser.
En ese sentido, el silencio es un puente para cruzar el umbral.
Es un ingrediente poderoso y peligroso que nos habilita con una certeza plena para responder con claridad quiénes somos y hacia dónde vamos.
No es un silencio mundano ni mucho menos.
No es material.
El compas del silencio representa esa espera, para algunos trágica, para otros necesaria para encaminar la vida y estar de pie para enfrentarla.
No sin antes hacer un examen de conciencia y buscar los residuos de un mundo que nos aleja del ser humano para encontrarnos en ruta.
El silencio además atrae la soledad. La quietud cuando nos apartamos del bullicio y los grupos que nos matan mentalmente por momentos pero que a fin de cuentas sobrevivimos a ellos.
Hay quiénes lo interpretan como algo depresivo. Como un estado de ánimo al borde de la destrucción.
A pesar de ello, el silencio tiene muchas cosas positivas. Es un modo de conciencia para apartar la ignorancia y las cosas que rechazamos.
Es estar en forma en términos creativos, cuando leemos, dibujamos, retratamos o estamos en algo que requiere toda nuestra atención. El silencio nos lleva esos pasadizos inciertos donde el ser se manifiesta y se expone sin temor o sin tapujos.
De un modo incierto, cuando regresamos de ese trance, podemos intuir que hubo en segundos, un cambio trascendental en nosotros mismos.
Ya sea por lo que aprendimos a través de la lectura, lo que creamos con el medio artístico o aquello que intentamos eternizar con el lente fotográfico de una cámara.
Cuando nos entregamos en cuerpo y alma al desenlace de la imaginación, cuando nos colocamos unos audífonos y escuchamos esa música que amamos y que nos transporta a lugares en el subconsciente que jamás imaginamos, el silencio es como un aura de salvación en lo momentos más difíciles de nuestra vida.
Así las cosas, el silencio es también un método de creación. Una ventana que se abre para dejar que penetre el aire, la brisa y sentir en la piel y al desnudo un universo que muy probablemente se le ha perdido a los demás.
Por eso es que amo el silencio. Las horas muertas en la madrugada donde nada se mueve y se escuchan a lo lejos los ladridos depresivos de los perros en las calles solitarias.
Rodeados de un mar de gente, el silencio natural de lo que poseemos en nuestro interior es más fuerte y consistente.
No se apaga fácilmente.
Está latente. Unas flama que ilumina nuestro camino para que nuestros esfuerzos no mueran en vano.
Puedan encontrar un espacio que en fracciones de segundos nos va hacer sentir la verdadera libertad.
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