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5/29/2018

Una Leyenda Clásica

Cuando adolescente siempre escuchaba este cuento y siempre que lo oía me quedaba despierto toda la noche. Tal vez puede que omita algunos hechos pero desde mi mejor recuerdo aquí va con la esperanza de que les guste…

Poco a poco iba finalizando la fiesta de cuarto año de escuela superior en un recóndito lugar de un pueblo de la isla.

Allí, luego del baile, alboroto y fiesta, lentamente se iba despejando el lugar dejando el rastro vacío de un encuentro trascendental de la vida de cada estudiante.

De modo, que uno de los estudiantes abrió la puerta de su vehículo, un Volkswagen bien cuidado, lo encendió, metió el cambio y salió tranquilo por aquella carretera rural con poca iluminación.

Su chaqueta la tiró en la parte de atrás mientras conducía por aquellas curvas en aquel monte solitario. El humo del cigarrillo se esparcía con el frío de madrugada.

Varios minutos conduciendo por aquel tenebroso paisaje, pasó de largo cuando se le frisó su alma pues sintió haber visto algo a orillas de la carretera.

Detuvo la marcha, agarró la palanca de cambios y dio reversa a apenas 5 millas que marcaba el velocímetro.

No lo podía creer.

Era una chica.

Estaba a orillas de la carretera.

El muchacho se bajó del “Volky” y fue caminando hacia ella con todo el miedo del mundo...

La chica temblaba.

¿Te pasa algo, te puedo ayudar? ¿estás solita por aquí? con este frío—le dijo el joven

La muchacha no respondió. Estaba cabizbaja y aun temblaba.

El recién graduado fue corriendo a su auto y sacó la chaqueta y se la colocó sobre los hombros de aquella mujer, cubriéndole la espalda.

Ella no hablaba todavía.

No puedo dejarte aquí sola—le dijo el muchacho.

La chica lo miró como pidiéndole que la llevara a un sitio.

El chico con mucha ternura y con ambas manos la dirigió hacia el asiento de pasajero de su carro, cerró la puerta y poco antes de poner en marcha su auto, encendió otro cigarrillo.

Metió la llave, prendió su vehículo, lo puso en primera y poquito a poco fue saliendo de ese cuchillo a orillas de esa carretera.

¿Quieres uno?—él e ofreció un cigarrillo y ella lo aceptó…

Agarró la cajetilla y sacó el Salem lentamente, lo rozó en sus labios y lo encendió como si estuviera mirando a lo lejos cómo se quema una fogata…

Él no se atrevía a pronunciar nada cuando ella le dijo: ¿te graduaste?
Sí, estuvimos “pariseando” hasta ahora—le contestó él
Hasta que me encontraste—le dijo ella cambiando la vista hacia la carretera.

El muchacho guardó silencio.

La chica era hermosa. Perfilada, con un pelo negro como el azabache y lacio, tan largo que casi rozaba por debajo de sus hombros. Vestía una túnica blanca y para sorpresa de él, estaba descalza.

Lo único que quería era tocarla, besarla; en segundos, desde que la vio su espíritu había cambiado. 

Era lo más bello que había visto. Pero de la misma forma, esa chica a su lado le infundía un temor que no lo podía controlar.

¡Bésame! ¿no es eso lo que quieres?—le dijo ella mientras acercaba su rostro al de él.

El auto lo había detenido en un paraje solitario.
Ella llegó a tocar su rostro y sus labios fueron rozando la cara del chico con una ternura especial.

Él intentó tocar su cuerpo pero ella lo detuvo. Eso no—le dijo la mujer.

Ella regresó a su asiento y se incorporó como si nada hubiese pasado.

Ahora era él quien temblaba.

El muchacho volvió a darle marcha a su carrito ya que la chica le había pedido que la dejara en la próxima esquina. Que allí estaba cerca de su casa.

Al llegar a la intersección que la muchacha le había dicho, antes de salir del auto, se viró a donde él y lo besó, esta vez, un beso con fuerza de mujer. No me olvides—le dijo ella cuando salió de su carro. 

¡No!, nunca!—le dijo él mirando esa llamarada en los ojos de aquella hermosa mujer.

Ella salió y poco a poco se fue caminando hasta llegar a una pequeña acerita y muy despacio fue desapareciendo con la neblina y la oscuridad.

Otro cigarrillo le hacía falta así que lo prendió con sus manos temblorosas. Ella de cierto modo había desaparecido. Volvió a encender el vehículo y continuó su marcha hasta su residencia, a pocas millas de allí.

Al llegar a casa de sus padres, se dio cuenta que su chaqueta no estaba.

No podía dormir.

Así pasaron horas, minutos, segundos hasta que llegó la mañana.

Sin decirle nada a sus padres estaba decidido a recorrer el camino hasta encontrarla.

Estaba desesperado.

Llegó al lugar donde se despidieron, se bajó del auto y comenzó a caminar estrictamente por el mismo sendero que ella había caminado hasta donde le alcanzara su recuerdo.

Caminando y desilusionado, a lo lejos vio una casita humilde, cerca de la carretera. Hacia ella se dirigió.

No se atrevía a tocar pero escuchaba ruidos en el interior. Se armó de valor y tocó la puerta de entrada.

Una mujer mayor salió.

Aja, ¿dime? ¿qué quieres?—le preguntó la señora.

Es que de madrugada le di pon a una muchacha… él se la fue describiendo detalladamente.

La doña se tuvo que sentar.

¿Tú ves la casa que está cerca de ese palo que está allá?—le preguntó ella.

Sí, claro—él respondió.

Parecía una casa de gente adinerada, un poco más lejos de donde se encontraba.

Ella era la hija  de la señora de esa casa—le dijo la señora.

¿Cómo que era?—le contestó él, ya con voz baja y entrecortada.

¿Pero, cómo que te encontraste con ella si murió? ¿Tú no sabes nada, verdad?—le preguntó ella de nuevo.

¡Dios mío! Dígame por favor…—le dijo él en tono de súplica.

Sí, ¡ella murió jovencita..! Hace algunos años estaban celebrando, creo que era como un quinceañero o algo así, la vimos salir porque jugaba con otras muchachitas, corriendo.., en una se movió un poquito pa’la carretera y no se dio cuenta que un tipo que venía jumo, se la llevó. Le dio bien duro… 

Corrimos pero la había “esvaratao”—le decía ella mientras él lloraba.

La lloramos mucho tiempo porque era bien buena. Un ángel—seguía contando la señora. El que le dio se fue a la fuga. Ese nunca apareció.—terminó diciéndole.

El chico estaba mudo. Si vas más adelante, antes de llegar al pueblo, hay una entradita pequeña y vas a encontrar el cementerio. Ahí está ella.—le dijo la señora.

¿Y su familia ¿qué hizo?—le preguntó él a ella.

Su papá se fue, abandonó a su esposa.., pues era su única hija. Ella se volvió loca. Nunca sale de la casa. Le traen comida, a veces veo que como que le traen “medecinas” o algo, pero nunca más la he visto salir por ahí.—le contestó la Doña.

Apesadumbrado como estaba, se despidió de la señora y fue cabizbajo hacia su auto. Dio la vuelta y fue a buscar la entrada.

Decidido a encontrarla, dejó el carro en la orilla y comenzó a caminar por el cementerio.

No encontraba nada.

Prendió un Salem y el humo se fue acomodando como si formara una pequeña señal.

Y lentamente fue caminando hacia una pequeña lápida, llegando al final del muro, donde terminaba el cementerio.

La inscripción leía:
“María, mi única hija, te amaremos siempre, 1962-1978”

Sobre la lápida, estaba la chaqueta.

Murió de apenas 16 años—pensó él para sí mismo.

Luego de horas sentado y fumando, se fue descorazonado.

En silencio.

El ruido del motor y los cambios del “Volky” se escucharon hasta que todo regresó a ese silencio sepulcral de aquel paraje misterioso y solitario.

En la tumba, cada verano, durante más de 35 años, empleados del cementerio podían ver un hombre de edad avanzada dejando unas rosas blancas en una de las tumbas de aquel cementerio.

Ella jamás volvió a aparecer.



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