Ojo por ojo
Pablo vivió inmerso en una
sencillez que hoy día se consideraría miseria. Nunca le gustaron los lujos.
Siempre vivió estrictamente con lo necesario. Y lo necesario era una pequeña
estufa que adornaba la decoración de su cocina y una mesa vieja con cuatro
sillas. Un cuarto sencillo, organizado tipo ejército. Su ropa; camisas y medias
en las gavetas, inmaculadas. Nada fuera de sitio.
En el balcón que daba al estacionamiento
de entrada, niños en el barrio jugaban o corrían bicicleta en tanto que el
sonido familiar de la música a lo lejos del Gran Combo se colaba por las
persianas como si fuese una rumba en la lejanía, inundando el apartamento con
sus notas. El sol penetraba el apartamento con el calentón del día que era
inmisericorde, fundiéndose en las paredes y dejando entrever los rayos en los
espacios vacíos de su cuarto.
Era un apartamento carente de
lujos. Pablo se sintió ahí siempre muy cómodo. Pablo nunca estuvo a favor que
ejecutaran a nadie, aunque en aquella ocasión, en lo más remoto de su conciencia,
flotaba esa duda —"¿cuál debía ser el castigo más apropiado para un
cabrón que le dispara a un niño?"—.
Para Pablo eso fue un acto
impensable. En el caserío no existían perpetuas, era otra cosa. Lo que sucedió jamás podía repetirse.
Una semana antes, el punto
estaba como de costumbre, con el forcejeo normal del traqueteo. Un
individuo, cuyo seudónimo era “Pito” se había robado una automática días atrás.
A ella le metió el peine en la culata y le dio un jalón en segundos para cargarla. Los que estaban en el
punto, que no eran precisamente sus panas, estaban perplejos porque pensaban —
“y si este cabrón le da por rosear a esta gente”—. No le tiró a nadie; simplemente disparó.
Igual que un estruendo, la
detonación del arma estrujó el alma de todos allí. La bala siguió en línea
recta hasta encontrar una víctima en el patio, cerca del apartamento de Pablo,
donde se percibían unos columpios, casi todos jodíos. Al no tener tropiezos, la
bala siguió su curso como si fuese un misil teledirigido.
Un niño cayó al suelo segundos
después. La bala penetró su cintura, raspando como una navaja el cordón
espinal. Al menos eso fue lo que Pablo supo días después en el Hospital
Pediátrico del Centro Médico. Su madre lo dejó al cuido de su abuela quién
sufrió un colapso nervioso cuando vio a su nieto retorciéndose en el suelo. Fue
la primera vez que sucedió algo semejante con uno de los chicos del barrio. El
disparo, a pesar que no había sido intencional y el individuo que disparó decía
gritando que se le había safado el tiro y que jamás marcó al infante desde
donde estaba, el hecho estaba ahí.
La gente del punto tenía a Pito
escondido en un lugar cerca del caserío. Los padres del nene lo buscaron por
cada rincón para darle una prendía.
Días después de los hechos, Pablo se juntó con el grupo del punto cerca de
Capetillo.
Me contó que Pablo fue enfático
cuando le dijo (y claro fue algo que discutimos después); —“Si no lo tumbamos nosotros a él, sus padres lo harán”, ¿cuándo le van a tirar?, Le pregunto
él: “No lo sé” le contestó. Era obvio, que no se lo iba a decir. — “Olvídate
de esta jodienda, se va a poner feo y prefiero que nadie sepa, mientras
menos sepas de esta mierda, mejor”, terminó Pablo diciéndole como si fuera
una orden.
Al otro día, temprano en la
mañana, Pablo planchó su ropa con almidón. Siempre alguien le tocaba su puerta
para pedirle prestado. O se le acercaba una vieja que vivía al lado para que le
diera chavos para medicinas. Pablo los
ayudaba a todos ellos sin remordimiento alguno. Los únicos que estaban jodíos
eran los tecatos que se pasaban tumbao’s en las aceras y que cuando los veía
acercándoseles, corrían como putas... —“¿Cuántas puñeteras veces les voy a
decir que no les voy a dar un carajo?”— Se decía a sí mismo.
Pablo fue todo el tiempo extremadamente
cuidadoso. Se encabronaba si cualquiera se metía en su apartamento con cualquier material y si se
enteraba, seguro que iba a averiguar quién era… y el que fuese se tenía que irse
del caserío pa’l carajo.
Irónicamente, con todo y lo
fuerte que era, su modo siempre fue mantenerse callado. Él supo por otras
fuentes que desde niño Pablo aprendió a guardar silencio. Para él, cada secreto
que conocía era como una pieza que guardaba de la vida de otra persona. Vidas
que muchas de ellas dependían de un hilo; con cualquier cosa mal dicha, se
jodían.
Pablo guardó su cañón en su
cintura. El mismo que lo acompañó toda la vida; escondido en el gabinete de
arriba, donde estaba la estufa. Decidido, puso los Winston en su bolsillo y
salió de su apartamento bajando por las escaleras. No iba a ser su primera vez.
No actuaría sólo. Pero “en verdad”, como siempre le dijo, “había que
joder a aquel cabrón”.
En uno de los periódicos de mayor
circulación de entonces, se publicó la noticia…
Martes, 22 de abril de 1983 / Residencial Manuel A. Pérez
Río Piedras, Puerto Rico. Un asesinato macabro se registró en la
madrugada del lunes, frente a uno de los edificios del residencial Manuel A.
Pérez en Río Piedras. La Policía identificó al occiso como Manuel A. Hernández
Rivera, alias “Pito”, de 18 años de edad. Según los informes preliminares, la
víctima fue asesinada por desconocidos que llegaron al lugar y abrieron fuego
en su contra.
Las autoridades señalaron que Manuel A. Hernández Rivera, residente de
dicho residencial, recibió balazos en los brazos y las piernas, mientras que se
encontraron serias contusiones en la boca, tetilla y el abdomen. Vecinos del
lugar encontraron el cadáver en horas de la mañana del martes, quiénes llamaron
de inmediato a las autoridades. Indicaron que el tiroteo comenzó pasada la
medianoche en el residencial.
Hasta el momento la policía está en proceso de recopilación de
evidencia.
Peine – Depositorio de balas en un arma de fuego, magacín
Rosear - Disparar o vaciar el arma de fuego contra uno o más individuos.
Prendía – Ataque a golpes o con armas de un grupo en contra de un individuo
Tumbar – Quitar algo a alguien. Matar a una persona o varias.
Encabronaba – Calentarse de forma agresiva. Puede llegar a la violencia verbal
o física.
Pal carajo – Fuera de todo, del ambiente y de la gente. Dejar en paz
Capítulo 4, Al Final del Camino, novela escrita por José Carlo Burgos. © Todos los derechos reservados, 2018. Prohibida la reproducción total o parcial sea digital o copias digitales sin previa autorización del autor. Ilustración: José Carlo Burgos. Los personajes son ficticios. Cualquier semejanza a la realidad, es pura coincidencia.
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