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5/19/2018

Al Final del Camino - Capítulo 5

Noches de luces y alcohol

Los bares de putas más concurridos en aquella época resplandecían el entorno hacia el Viejo San Juan. La Riviera, el Caribe, el Black Angus y el Hawaian Hut parecían monumentos de la más sabrosa perversión. Localizado frente a lo que era la Base Naval, justo al lado de lo que en algún momento fue Obras Públicas, se colaba al lado del Black Angus, el Hawaian Hut. Con una decoración tropical y una tarima repleta de bombillas, las chicas del Hawaian se movían desnudas, dándole vueltas al tubo que llegaba hasta el techo.

Cuando la ronda de baile terminaba, se iban caminando detrás de una cortina multicolor hacia los tocadores. Había una de las bailarinas que cuando terminaba su baile, totalmente desnuda con apenas unos tacos, se bajaba de la tarima y se quedaba jugando billar y jodiendo con él y con Pablo. Tocándose toda, asomaba su cuerpo sin ropa, y su parte más íntima en la buchaca para que ambos fallaran el tiro. Nadie podía ponerle un dedo encima, mientras que ella podía hacer, deshacer, tocarse toda, y hasta masturbarse si quería.

Cerca de allí, me contó que terminando la Avenida Ponce de León en Miramar, casi escondido en los bajos de un condominio, donde estaba el supermercado Pueblo, aparecía La Cueva. Con tragos en vasos de cristal y mesas de revista. De todos los lugares de putas, La Cueva era el más caro, pero era el mejor según me decía. Llegar allí, más que un culto, era una necesidad para los dos.

Como el mejor “Naked Bar” de la época, La Cueva tenía su barra bien diseñada con el “Playboy Channel” adornando las pantallas de sus televisores con su programación adulta. Iluminaban parte del escenario cerca de la tarima justamente frente a los asientos.

Aunque era un sitio pequeño, su ambiente tocaba con el talón la clase alta. Era muy limpio y tenía aire acondicionado. También, después de todo, era la época que se podía fumar.

A diferencia de todos los sitios salvajes que él y Pablo frecuentaban, donde las chicas bailaban totalmente desnudas, las mujeres de La Cueva eran en su mayoría norteamericanas pelirrojas o morenas, que venían de vacaciones o como algunas otras... “nuyoricans” como yo les decía.

El método de él era sencillo. Llegáaban tarde en la noche. Se sentaban tranquilos y pedían un par de tragos mientras disfrutaban del paisaje en la tarima. Nadie jodía con nadie. Nadie se metía con ellos. Él estaba tranquilo porque estar al lado de Pablo era como estar con un guardaespaldas.

La mujer de La Cueva entró a escena pasada la media noche. Alta y de pelo negro, subió al “stage” mientras se movía al ritmo del nuevo “hit” de Michael Jackson: Billie Jean. Cuando su turno de baile terminó, se sentó con ellos dos y estuvo bebiendo y jodiendo un buen rato.

La chica que hacía minutos estaba meneándose sin ropa, poco después se sentó con ellos y se le quedó mirando a él durante un momento de silencio, que duró una eternidad. En voz baja le pidió que la besara. Pablo se hizo a un lado... y le dijo —“tate tranquilo men..., meta mano, y con un después nos vemos”—, Pablo se despidió de él, por lo que le hizo señas con la mano en lo que miraba el rostro de esta mujer. Aunque dudó por segundos, se quedó inmóvil mientras ella se fue acercando lentamente hasta que su rostro estuvo justo frente a frente, casi rozándose con las narices. Poco a poco sus labios se tocaron. Pablo ya se había ido de la Cueva mientras él y ella estaban en pleno grajeo’.

La ronda de baile regresó, y ella se levantó para irse a la tarima, esta vez intentando tocar no dejar de mierarlo mientras el “beat” de la canción movía sus cuerpos.

Han pasado muchos años desde ese incidente. A su edad, me decía que se veía allí sentado como un joven estúpido e inexperto, mientras ese monstruo de mujer jugaba sexualmente con él. Miles de veces me dijo muy serio que había soñado con la misma escena. Una película rodando sin cesar como si el pasado flotara en su conciencia todo el tiempo.

Hace muy poco me contó que jugando billar se enteró de su muerte por casualidad.
Él se quedó sin palabras y apesadumbrado por días.

Ella nunca se despidió de él. Lo cierto es que en aquel salón de billar, con su gente de Levitown, las anécdotas del pasado comenzaron a salir. Sabía que llegarían a hablar de ella aunque él tratara de evitarlo. A veces no importa como se haga, siempre hay un cabrón que dispara de la vaqueta.  Le disparó en voz alta al frente de todos cuando le preguntó si se acordaba cuando se llevó a la mujer de la Cueva. Él le contestó que ¿cómo carajo pensaba que lo iba a olvidar...? El tipo le dejó saber en voz alta que ella se jodió un tiempo atrás.

Él lo cuestionó con mucho coraje. El tipo le dijo que había escuchado que murió de sida.

Le preguntó a su gente si alguien la había visto y uno de los que estaba en la mesa le dijo que la había visto bien jodía. Ese mismo se levantó y lo confrontó de momento diciendo que —“total, si lo que tú estuviste con ella fue apenas ¡un “fucking” fin de semana...!, ¿qué carajo te importa?”, miren nada más cómo se pone este cabrón por una puta”—.

En ese momento él hizo un amago de irse. En realidad ya se iba.

—“¿Ahora te vas?”,  le decían; —“qué cojones tiene este maricón, ¡estás cabrón, puñeta!, si llegamos a saber que te ibas a poner así, ¡no te decimos un carajo...!” le reclamaban a gritos todos ellos.

 Él se quedó en silencio. No pudo contestar. No podía ni hablar. Tiró el taco de billar, le paguó a Rafa y les dijo que se iba. Aunque insistieron que se quedara, ya no era igual. Ya no era divertido. El ambiente estaba cargado y la atmósfera del juego había cambiado.

Me expresó, siempre con su acostumbrado cigarrillo, que después del “grajeo” de aquella noche y de todas sus rondas de baile en La Cueva, finalmente se fugaron a un cuarto en un Hotel de Miramar. Cuando entró con ella se sacudieron un poco, ella se metió al baño para meterse un poco de perico que tenía en su cartera, mientras él se fumaba el Winston en el balcón.

Él estaba viviendo un sueño irreal. Jamás pensó que una mujer como esa se fijara en él. Cuando la vio salir del baño se quedó frío. Me dijo que tuvo entre sus manos la piel de una hermosa bailarina. Y esa piel en la cama se la iba a comer completa. La mujer de la Cueva supo en ese momento que él estaba obsesionado por ella y su belleza.

Salieron del Hotel de madrugada y decidieron jalar pa’l caserío así que tomaron un taxi. Era la época de Navidad. El taxi los dejó al otro lado de la avenida porque no quería entrar al caserío. La desolación desde el otro lado en la carretera contrastaba con aquellos edificios repletos de bombillas. Mientras se acercaban a pie, las luces y guirnaldas encendían la atmósfera dando la impresión de la Quinta Avenida a lo “puertorro”.

Nunca en su vida había visto tantas luces. Carros completamente forrados de bombillas. Cruzándose unas con otras, prendiendo y apagando en segundos. Una atmósfera dentro de un ambiente alucinante, lleno de furor, con todo el mundo en la calle a esa hora.

Caminaron un trecho largo hasta llegar a Pablo, que los esperaba con su gente cerca de su apartamento. Cuando llegaron, se echó a reír tan pronto los vio. Después que se abrazaron y jodieron un rato él le presentó formalmente a la chica. Su belleza era tan impactante que todo el mundo allí quería conocerla.

Y mientras todos la miraban y lo cucaban con indirectas, ponían las fichas de juego en la mesa. Las luces seguían iluminando todas las paredes. Más que Navidad, la noche parecía un Carnaval. Pablo el juego de reojo. Sobre todo a Pito, uno que se había iniciado hacía poco. Lo miraba con cierto recelo y cuidado.

Un hecho inconcebible era que yo él no pertenecía al caserío pero estaba allí, con su amigo. Pablo por otro lado, era de allí pero era diferente a todos ellos. Se había convertido en un hombre distinto. Para cuando Pablo regresó de los estados, todo allí había cambiado.

Pasaba mucho tiempo explicándole a él como era la dinámica y quién era quién en ese submundo. Se los describía y hablaba de sus anécdotas. Conocía las debilidades de cada cual y los dirigía como un sargento dirige un pelotón en medio de una selva.

Él, en cambio, le servía a Pablo como consejero. Pablo le comunicaba sus problemas y sus crisis; él lo escuchaba.

Mientras todo eso pasaba, la mujer de La Cueva hablaba y jodía con la gente, enseñándole cómo se movía y dando vueltas con los tacos. Los seducía a todos. Les meneaba el culo en la cara y se tocaba desde arriba hasta abajo como si fuera a tener relaciones íntimas.

Ya era de madrugada cuando decidió que era hora de irse al apartamento. Mientras subíamos las escaleras, Pablo le dijo a ella que si cargaba algún material en la cartera, lo botara o se lo diera a alguien, o si no podía, que se lo diera a él para desaparecerlo rápido.

Ella le contestó que no cargaba nada consigo, que el perico que tenía se lo había metido mientras bailaba en La Cueva.

Eso era mentira, tenía material suficiente en su cartera y Pablo lo sabía. Él estaba ajeno. Pablo le dio esa mirada mortal porque sabía que ella pensaba que los estaba cogiendo de pendejo a los dos. Y es que para mentir hay que tener talento. Pablo nunca fue una persona tolerante y menos cuando se trataba de una puta mentira.

Pablo fue a la cocina mientras ella estaba de pie, mirando y fumando en el balcón. Él miraba callado la jugada con cierto temor. Pablo sacó el arma del gabinete y le dijo a ella que se le acercara.  La mujer se quedó muda unos segundos y se volteó de momento.

Lo miraba fijamente y le decía que no tenía nada. Pablo sacó el arma que tenía escondida en la mano derecha y la alumbró enseguida en la cara. Le dijo a ella por última vez que le diera la “fucking” cartera en ese momento. Ella por poco se mea en la sala. Él trató de meterme pero Pablo lo alumbró a él también con el arma y le dijo que a pesar que lo quería como un hermano, si se metía, lo dejaba pegao’.

Se viró otra vez hacia ella y le dijo, en un tono de voz bajo, como si esas fueran las últimas palabras antes de su ejecución; que le diera la maldita cartera.

Temblando, ella se la tiró. Pablo se puso el cañón en la cintura, lo miró y le dijo que ahora él vería. Dentro de esos putos compartimientos que tienen las mujeres, resplandecía como si fuera una linterna, una bolsa pequeña con un polvito blanco. Pablo se sonrío pero no de alegría ni mucho menos. Agarró la bolsa transparente y se acercó a ella mirándola fijamente a los ojos.

Ella no podía sostenerle la mirada. Pablo le preguntó —“¿qué carajo es esto?”— Le sacó la bolsa para que la viera. Ella le dijo —“¿qué carajo te importa?”—.

Pablo sacó la mano derecha, abierta y dura como una plancha de madera, y le dio en la cara, en el cachete izquierdo. El golpe fue tan fuerte que un la sangre le cayó a él en la camisa. Pablo le rompió el labio. De hecho, que cuando Pablo le dio, la dobló, y por poco ella se cae de rodillas. Pablo no había terminado de meterle cuando sacó la mano izquierda y volvió a pegarle..., esta vez, si cayó al piso.

En ese momento, él sí se metió. Sentía que el arma estaba cerca... Le pidió que la dejara. —“Deja que se vaya, ¡que se joda!”— le dijo con voz temblorosa. Un silencio de muerte arropó el apartamento. Ella sudaba detrás de su cuerpo y se agarraba de su camisa sollozando. Él no iba a permitir que la matara aunque lo acusaran de ser cómplice.

En su caso ¿qué carajo le importaba si tenía perico o no?, para Pablo eso era mortal.  Porque si alguien se enteraba, lo iban a acusar de traficante y se iba a formar una guerra en el caserío. Pablo se le quedó mirando y luego de ese silencio aterrador, entre medio de la vida y la muerte le dijo: —“¡pues que se vaya la bicha y tú jódete!’—le gritó

Él se volvió hacia ella y le dijo —“¡vete”—-. Le gritó que recogiera y se fuera. Ella se levantó dando tumbos como si estuviese borracha y caminando con dificultad agarró la cartera sin mirarlos. Se escuchaba un breve gemido salir de sus labios casi imperceptibles. Las gotas de sangre estaban por todos lados y las señales de agresión estaban presentes en el apartamento. Ella salió por la puerta bajando como pudo, dejando un rastro sangriento por todos los escalones.

Si él no se hubiese metido, Pablo la hubiese matado sin remordimiento alguno y él jamás se lo hubiera perdonado. Si eso hubiera ocurrido, la historia sería totalmente diferente.

Detenido aquí, después de tantos años, hablando de ese incidente, recordó el rostro de ella, con ese pánico mortal que se tiene como cuando juegas con tu vida.

Esa fue la última vez que vio con vida a la mujer de La Cueva...




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Perico – Cocaina
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Capítulo 5, Al Final del Camino, novela escrita por José Carlo Burgos. © Todos los derechos reservados, 2018. Prohibida la reproducción total o parcial sea digital o copias digitales sin previa autorización del autor. Ilustración: José Carlo Burgos. Los personajes son ficticios. Cualquier semejanza a la realidad, es pura coincidencia.

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