Desarrollada en un hospital psiquiátrico, el personaje principal; Rantés, ingresa voluntariamente como paciente dentro de las facilidades de un sanatorio, expresando haber sido enviado desde otro planeta y cuya misión era investigar la estupidez humana.
El médico encargado; Dr. Julio Denis, al percatarse de su presencia, luego de su primer encuentro con este paciente, desarrollan entre ambos una dinámica muy poderosa.
El Dr. Julio Denis se descubre como un hombre deshumanizado, divorciado y solo. Su trabajo, para todos los efectos, se fue convirtiendo en una rutina sin sentido y sin remedio alguno.
Detenido en el patio de la estructura psiquiátrica y de cara al sudeste, Rantés recibía señales provenientes de otro lugar, ya que como él mismo expresaba—no era de este planeta. En las tertulias y conversaciones, le decía al médico que era tan solo una proyección de sí mismo; un holograma para ser exacto. Un reflejo perfecto de una persona cuya presencia física es inexistente.
Dr. Denis: ¿Es un robot? Rantés: No ustedes son los robots, y todavía no se dieron cuenta.
Nosotros hemos logrado, cómo explicarle, que esas imágenes se corporeicen en el espacio a través de lo que sería un gran proyector programado con una computadora muy compleja, que incluye en esos rayos todos los datos vitales para que esa imagen tenga vida.
Dr. Denis: A ver si lo entiendo. Usted me está diciendo que es una proyección.
Rantés: En cierta medida sí. Yo, la nave que me trajo, somos como imágenes proyectadas en el espacio. Digo imágenes para que usted me entienda, porque en realidad, yo puedo prescindir de sus ojos.
Entre tanto y con estas tertulias, Rantés le devolvió de algún modo el interés al médico por los tratamientos asociados a los asuntos que envuelven la personalidad. Dicho por el propio doctor, Rantés se había convertido en su propósito primordial. Poco a poco Denis se envolvía en discusiones filosóficas con el protagonista:
Rantés: Usted es mi pasado, este momento, este mundo. El lugar al que usted me quiere llevar es el pasado del hombre. Si yo fuera el presidente de una potencia y tuviera bajo mi suelo unos ejércitos poderosos, entendería su preocupación. Pero no. Estoy en un manicomio. Todo el mundo sabe que estoy loco. Usted también, ¿no?
Dr. Denis: Rantés, usted está enfermo. Yo soy un médico. Quiero curarlo, eso es todo.
Rantés: Yo no quiero que me curen. Quiero que me entiendan.
Rantés: Exactamente esta escena se está desarrollando en otros varios lugares del mundo. Otros Rantés frente a otros doctores como usted en otros manicomios, sosteniendo exactamente este mismo diálogo en este mismo momento. Y todos los Rantés estamos en este momento diciendo lo mismo. Anímese a comprobarlo. Llame por teléfono... Si uno solo de ustedes se animara a llamar cambiaría la historia del mundo. Pero sabemos que ese hecho no va a ocurrir porque está más allá de los límites de la realidad que ustedes están dispuestos a aceptar.
Rantés: Si Dios está en cada uno de ustedes, están asesinando a Dios todos los días. Nosotros estamos preparando el rescate.
Dr. Denis: ¿De qué rescate habla?
Rantés: Del rescate de las víctimas. De los que no pudieron vivir en medio del espanto. De los quebrados por el dolor. De los que ya no tienen nada que esperar, aquí. No va a ser un robo en todo caso.
Dr. Denis: Rantés... Sólo falta que me diga “Bienaventurados los pobres de espíritu”.
El Dr. Denis pensaba:—Si intentaba ser un Cristo cibernético, la furia lo iría semejando poco a poco al otro Cristo, al antiguo. A esa altura, mis pensamientos se hacían confusos. Porque en la medida que Rantés se acercara al Cristo, su final no sería muy distinto. Aunque no me animara a admitirlo, yo quería que Rantés desapareciera de mi vida, que se fuera. Aunque en algún lugar de la historia del universo, si todo esto era cierto, yo me convirtiera en el Pilato de las Galaxias, en ese caso yo prefería, como les debe haber ocurrido a muchos Romanos, arriesgarme a una resurrección, y no tenerlo ahí delante diciendo las cosas que decía.
El médico estaba convencido que jamás podrían salir de ese estado psicótico y abismal. Nunca se curarían. Máxime cuando esas condiciones mentales se apoderaban trágicamente de la personalidad.
En medio de toda esa analogía, Rantés e había convertido en un tipo de profeta milagroso. El personaje de Beatriz, La Santa entraba en escena.
La Santa entraba al Sanatorio a visitar a Rantés.
En el momento culminante de la película, el médico, Beatriz y Rantés salieron a un concierto al aire libre en el Teatro Colón. Allí una orquesta con un coro comenzaba el concierto de la Novena Sinfonía de Beethoven.
En la medida que la música clásica se iba apoderando del ambiente, Rantés comenzaba a bailar con Beatriz mientras miembros de la audiencia bailaban también. Los cantantes del coro miraban asombrados, y el Dr. estaba consternado.
Rantés sacó al conductor de la orquesta y se dispuso a dirigirla. Todos, incluyendo el público presente se quedaron a la expectativa.
El Canto de la Alegría atravesó los muros del sanatorio mientras Rantés dirigía la orquesta. Allí, lejos del estado catatónico y mental de los enfermos, estos al sentir el estruendo de la música, corrían despavoridos con ollas y otros utensilios a la mano siguiendo las notas clásicas de la Sinfonía.
Sin haber estado allí, Rantés liberó a los enfermos del cataclismo mental que los tenía aprisionados. En segundos y a través de la Novena Sinfonía de Beethoven, sintieron la alegría del ser y se manifestaron sin tapujos sobre su libertad.
Al punto que una de las enfermeras llamó a las autoridades y al llegar la policía armada, presenciaron toda la debacle y la alegría de los enfermos gritando y corriendo por los pasillos como si se hubieran revolucionado.
Al otro día, el director a cargo le inquiría al médico, Julio Denis:
Director: Es una suerte que no se le haya ocurrido llevarlo a un desfile militar. En lugar de estar en policiales, estaríamos en primera plana. “Demente ordena ataque militar”.
Dr. Denis: Eso ya pasó. Y no creo que fuera culpa de Rantés.
Director: ¡Ordene inyecciones!
Dr. Denis: Sin delirio, Rantés perdería lo único que lo retiene. Tengo miedo de que se ponga catatónico.
Director: Si se pone catatónico, le dé electrochoque, déjese de joder, doctor, tiene quince años de profesión.
Como Jesús, que conocía su destino, Rantés sabía su futuro. Luego de exacerbar los ánimos de los pacientes dentro del sanatorio mental, cae preso de ese mismo sistema y subsecuentemente víctima de las normas, directrices y acusaciones que se realizarían en su contra.
Rantés: Hay torturadores que aman a Beethoven, quieren a sus hijos, van a misa. El hombre se permite eso.
Dr. Denis: No es para tanto, nadie habla de torturarlo ni de matarlo. Voy a tener que medicarlo, eso es todo.
Tal y como sucede en la inmensa mayoría de seres especiales que se convierten en grietas para el sistema, en este caso el médico se convirtió en el Poncio Pilatos de ese entorno, castigando a Rantés por insubordinación.
En cuanto a Beatriz "la Santa", como le llamaba Rantés, el médico advertía la excrecencia azul que brotaba de su boca al expresar sus sentimientos.
Beatriz: Yo vine con Rantés. Yo, soy uno de esos agentes descarriados de los que él habló. Corrompidos por atardeceres, por algunos olores...
Logró enfurecer tanto al médico, que este la sacó fuera de su apartamento agresivamente mientras ella le decía: “Yo también te hubiera querido”.
Dentro de ese espacio solitario se quedó con su único acompañante: la melancolía del saxo dentro de su apartamento. El único espacio clandestino y oscuro de alguien que finalmente se queda solo.
En su apartamento, el Dr. Denis se torturaba luego de presuponer que tanto Beatriz y Rantés hubieran podido ser hermanos…
Dr. Denis:El nueve de febrero de 1985 era sábado. Rantés llegó al fondo del pozo. Electrochoque para sacar al paciente del estado catatónico. Rantés no soportó la anestesia y tuvo un paro cardíaco. Los enfermos no creyeron en la muerte de Rantés. Decían que se había ido, pero que volvería en una nave para buscarlos.
Ellos estarían ahí, esperando.
Yo me senté a esperarla a ella. Si eran hermanos, Dios era, para mí, a partir de ese momento, era un alcohólico desconocido que había tenido dos hijos, estas dos caras de una misma moneda. Quizás todos fuéramos eso, los hijos idiotas o locos de un padre al que de cualquier manera costaba mucho olvidar.
Hoy, con más de 30 años después de la realización de este filme, Hombre Mirando al Sudeste es una historia que eleva nuestro juicio y nos hace cuestionarnos sobre las cosas metafísicas más fundamentales de la existencia humana.
Los invito a comentar y por supuesto, ¡gracias por leer!
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