La soledad es como un camino que atraviesa el alma.
Lejos del bullicio y los tumultos que se nos acercan de pronto con todas sus perturbaciones, la soledad camina sigilosa sin ser advertida…
Aparece de pronto como una noción que me aleja y me separa de las normas que exige la sociedad.
Aunque de cierto modo nunca he querido adaptarme a esas exigencias.
Pertenecer no es lo mismo que ser parte de. En ese sentido, como artista a pesar que obviamente pertenezco a uno sociedad no me considero parte de ella.
Como artista tengo otra forma de pensar. Otra forma de ver la vida que no necesariamente encaja con esas normas sociales que a través de los años intentaron inculcarme.
Conozco muy de cerca lo que la mayoría gente piensa y critica acerca de los artistas, sus estilos y la forma en que pensamos o vivimos.
A esos paladines de la crítica les puedo decir que el pensamiento del artista no es meramente blanco y negro.
Tampoco se basa en el cúmulo de tonalidades grises. Para un artista verdadero, su perspectiva nace de las diferencias, los detalles, la pigmentación, el reflejo y la notoriedad de los tonos y su compleja personalidad cuando el carácter se impone y retumba.
Como artista he aprendido a vivir con esa incomprensión.
Pero mientras ese tipo de análisis o debate interminable transcurre lo cierto es que la soledad cuando me llega inesperadamente se transforma en una sensación que penetra los huecos mi alma.
Toca de cerca mis espacios vacíos que hasta entonces estaban inertes o débiles. Desde ese mismo instante se mantienen latentes sin explicación.
En mi mente, las palabras fluyen desesperadamente pero poco a poco van desapareciendo con el viento y la brisa. El pensamiento solitario cobra vida en el silencio.
Es difícil de explicar.
Esto no significa que intento enajenarme o mucho menos saborear la separación como método preventivo para protegerme emocionalmente.
Tampoco es un modo de supervivencia.
La soledad en mi caso es una ruta, una decisión que he tomado en ciertos momentos de mi vida en circunstancias que a veces me vuelcan hacia un precipicio insalvable.
La soledad para mí es una búsqueda. Una ligera añoranza de un tiempo que pasó y que jamás habrá de repetirse. Un tiempo que me permite pensar en la quietud para encontrarme y hallarme sin miedos o predisposiciones.
Con todos mis defectos para aprender de cada uno de ellos y aceptarlos.
Es una forma de estar consciente. De hallar las palabras y encontrar el camino de las frases y los verbos.
Es conformarme con una oración inédita que viaja sin cesar junto a todas las fobias y los pensamientos que se esconden por ese temor social que me inunda el cuerpo de repente.
Es una manera de hallarme y sentir que aunque muchas veces no me justifico, me comprendo y me acepto tal y cual soy.
Una forma de atajar todos mis miedos, mis alegrías y mis desdichas sin excusas o disfraces sociales.
Por lo que la soledad me ayuda a no engañarme mucho menos esconderme.
Me ayuda a separarme del ruido, de los placeres, la juntilla o los deseos. Pero de la misma forma, la soledad me confronta sin piedad y me coloca de frente sin ambages ante el mundo.
Me muestra La Otra Cara de un pensamiento que vive y me hace entender que todo lo que transcurre en mi vida tiene un propósito.
Tiene una esencia particular en los caminos dispuestos por el universo para cada uno de mis pasos.
La soledad también es parte de una hermosa bohemia, una nostalgia que recuerdo con cariño.
Sobre todo cuando me encuentro de pronto con un niño que dibujaba en las libretas y se escondía para que no le pegaran.
Ese niño me dirige hacia ese camino infantil en una época en que jugaba con mis amigos de la calle como si el tiempo no existiera.
De manera que la soledad de momento se puede transformar en una película de cine sobre mi vida juvenil y adolescente, la vida de alguien que dibujaba y atesoraba el arte como su ciclo de vida.
La soledad me ayuda abrir cada página de un libro y encontrar las palabras, las oraciones junto a las expresiones de un universo literario que hasta entonces jamás hubiese imaginado.
Desde entonces, los libros me han acompañado, algunos se han convertido en mis guías, otros en mis estrategias y mis compañeros en donde muchos abonan a mi filosofía de vida.
Ayer, 20 de septiembre de 2019, se cumplieron tres años del paso del huracán María por nuestra Isla.
Al sentarme a solas en el patio de mi hogar, decidí conversar con ese niño que hoy es un hombre mayor de 57 años. Intento explicarle lo que sentía cuando escuchaba los vientos y el crujir de la naturaleza cuando el azote despellejaba todo a su paso.
Intento decirle que aunque sobreviví mi vida ha cambiado. Ya no pienso igual que antes.
Trato que me entienda mientras el humo de un cigarrillo que se acaba se disipa con el viento.
A pesar que ese niño no me contesta, estoy seguro que me comprende. Sabe a ciencia cierta como yo me siento.
Poco a poco ese niño desaparece dejándome a solas con una taza de café negro, y pensando en todo esto.
En todo lo que he cambiado. En mi transformación.
En mi mente, hoy me quedo hasta que el viento de fuerza huracanada concluya su estadía.
Esta vez en mi alma.
Cuando en ese silencio abrumador comience a comprender el valor de la vida. Comience a entender el sabor de la esperanza.
De dar gracias porque sobrevivimos. De saber que el universo es mucho más amplio que el horizonte que se pierde a lo lejos.
Saber que la naturaleza es parte de la Divinidad.
Por eso, que en esta soledad comienzo a ver unos señuelos de luz que al fin y al cabo iluminan mi alma.
Ahora entiendo que nada ocurre en el vacío.
Lo que nos transformó en un momento dado, hoy nos ha hace mejores seres humanos.
Cosas pasan. No hay control sobre algunas de ellas.
María me cambió, me mostró otro camino.
Aunque me cueste, hoy termino diciéndole a ese niño, como esa hermosa oración de la Elegía para ti y para mi de José Ángel Buesa, relacionado con María: “pensaré en ti en un instante pero cada vez menos…”
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