La devastación que hemos vivido en los últimos tiempos ha calado hondo en nuestra psiquis colectiva. Los despidos inmisericordes, el derrumbe del estado administrativo de una manera cruel e inusitada, y la burla descarada de los oligarcas que se han afianzado en las esferas del poder norteamericano han creado un caldo de cultivo para una depresión monumental. Nos han arrebatado mucho más que la estabilidad: nos han despojado de certezas, de seguridades, de la confianza en un futuro mejor. En este panorama desolador, la depresión se convierte en un enemigo silencioso, invisible, pero devastador. Sin embargo, no es el final del camino. Podemos luchar contra ella.
En mi época, se conocía muy poco sobre la depresión. Era un tema tabú, algo que no se mencionaba en la comunidad, donde los aspectos psicológicos quedaban relegados a un segundo plano. La depresión no se manifiesta como una enfermedad común, no tiene síntomas visibles en el cuerpo, pero se siente en cada fibra del alma. Se desliza en silencio, suma y resta nuestras fuerzas sin que nos demos cuenta.
De pronto, te miras al espejo y el mundo se desmorona en cámara lenta. Como una torre de fichas de dominó, donde basta retirar una sola para que todo se venga abajo, dejando apenas una en pie.
Para el artista, la depresión es paradójica. En algunos casos, se convierte en una fuente de inspiración. Aunque puede ser un peso insoportable, la expresión artística se transforma en un antídoto, en un mecanismo de resistencia.
Es una sensación de soledad aún rodeado de gente. No hay puentes, no hay escaleras que nos unan. La comunicación se quiebra, las palabras mueren en el camino. El temor al fracaso nos persigue, y en el artista, este miedo es doblemente trágico. La angustia de ser malinterpretado, de no ser comprendido por los propios pares, por la familia o por los compañeros de trabajo, es un peso que pocos pueden entender.
El rechazo, la burla, el acoso y el aislamiento pueden empujarnos al abismo. Una caída que nos lleva a buscar refugio en vicios que solo agravan el vacío: el alcohol, las drogas... Pero nada de eso funciona. La embriaguez momentánea solo deja un desierto emocional cuando el efecto desaparece.
¿Y entonces, qué hacemos?
He encontrado un camino. La ansiedad siempre estará latente, pero cuando aprendemos a racionalizarla, podemos desarrollar herramientas de defensa. Son soldados del espíritu que nacen del miedo y la inseguridad, pero florecen en la conciencia para ofrecernos alternativas.
He aprendido a leer a las personas, a identificar a los arrogantes que se creen superiores, a los que no pueden contener su ego. No se trata de jugar con los demás, sino de comprender sus estrategias y protegernos. Hay quienes se ocultan tras una falsa simpatía o una religiosidad oportunista, pero al final, sus intenciones se revelan. Si no somos cuidadosos, su toxicidad puede arrastrarnos a una depresión severa. La clave es advertir sus movimientos y aprender a esquivar sus golpes.
A veces nos equivocamos. Somos humanos y cometemos errores. Hay situaciones que requieren ayuda profesional, apoyo, incluso tratamiento médico. Yo he necesitado ayuda en momentos difíciles, y reconocerlo no me hace débil. Al contrario, me ha permitido encontrar mis propias armas para defenderme en este mundo hostil.
Tengo la fortuna de contar con una esposa que es mi mejor amiga desde hace décadas, unos hijos que me respetan y me admiran, y un hogar en donde encuentro un refugio. Ese es mi tesoro. Y la oración. En mis momentos más oscuros, recurro a ese ser supremo que me da la claridad que necesito para seguir adelante. Cada mañana, le pido lo mismo que me enseñó un viejo amigo del caserío: "entendimiento".
Salir de la depresión no es fácil, pero hay luz al final del túnel. Es posible encontrar claridad, inyectar en el espíritu fe y esperanza. En medio de las aves de rapiña, debemos tener nuestras armas listas para defendernos con mesura y respeto.
Como dice Eddie Dee en "Sácame el guante de la cara":
"Si de algo soy culpable, es vivir sin importar lo que la gente hable."